Por: LCC y ME José Alejandro Rodríguez Guzmán (JARG)
Estoy hurgando en un libro. Busco información diferente. Intento reconciliar mi sueño. No tengo sed. No tengo hambre. Miro por la ventana. Las luces de neón de algunos desvencijados negocios se asoman a mis ojos como violetas ortodoxas sin ánimo de hablar. Nadie quiere hablar, nadie sonríe. Todos buscan respuestas. No saben decidir ni cómo, ni cuando.
Sigo buscando páginas que me llenen de regocijo. Una pálida luz del reflejo de mi lámpara de la sala se anuncia como profecía casi inédita de hallazgos solitarios. Decido destapar una cerveza. Me agobia tanto el cansancio, el desvelo. Estoy distraído. Mi desatención provoca que la cerveza pierda equilibrio entre mis morados dedos de tanto silencio, minucia que pretendo ignorar.
De repente recuerdo que estaba leyendo un libro. Y yo buscaba otro para leer. Busco entre mis libreros, de repente escucho a un vecino portorriqueño pelear con su madre. Es un joven que vive en el exilio de su país, en el exilio y abandono de sí mismo, es un yonqui que degrada su mirada cuando ve las palomas arrojarse a la libertad de la que él carece, creo que se llama Antonio, aquí le dicen Anthony.
Después de la hecatombe y los gritos pasajeros, similar situación a la que vivo a diario cuando abordo el subway. Y el libro, sigo sin buscarlo. Entre mi insomnio, las luces de neón, los gritos de Anthony, el libro, y la cerveza, logro recordar el título del texto que leía.
Intimidad, de Hanif Kureishi, un libro escrito aquí en Nueva York, entre las tardes de lluvia, las cafeterías y los parques. Leo las primeras hojas. Y me desanimo: un hombre renuncia a su esposa e hijas para comenzar en solitario, una nueva y misántropa vida. Decido cerrar el libro. No estoy con ánimo para leer algo tan pesimista.
Me estalla un recuerdo, y tengo la certeza de que en Sheep Meadow la vi. Pero su rostro es un fantasma, hace veinte años recibí su última carta. En ella decía que había caminado por Coney Island, y curiosamente ella leía Aullido, de Allen Ginsberg. En ese instante decido encender mi tornamesa, ahora busco un disco de Lou Reed, extinto mito y héroe conspiracional, de The Velvet Underground. Y escucho el mítico disco con la portada del plátano fálico pintado por el monumental Andy Warhol. Escucho el disco.
Pero, en realidad: ¿qué busco? ¿por qué buscar tanto en tan poco en un mundo nihilista? ¿me alcanzó el vacío del que habla Gilles Lipovetsky? ¿me inundó la soledad que anuncia Hermann Hesse? ¿o me convertí en un ser innombrable sin brazos, sin ojos, sin poder sentir, así como lo planteaba Samuel Beckett?
Decido escuchar otro disco. Decido dormir en cada surco. Decido mirar esta ciudad llena de portentosas construcciones que nos llevan a Babel, que nos llevan a la construcción cosmopolita de este contexto de multiculturalidad. Reviso mi viejo y desgastado reloj. Son las cinco de la mañana, la oscuridad, el silencio que me inundan me hacen recordar. ¿Por qué no puedo dormir? ¿era ella en un disfraz de sonrisa simulando tristeza? No, no era ella.
Aquí sigo. Sin dormir. Comienzo a recordar. No recuerdo su nombre. Sé que está relacionado a la literatura y al cine francés. Quizá mi obsesiva memoria me ha impedido dormir. Estoy inundado de recuerdos, pero ya no recuerdo con nitidez. Mi cabeza se ha convertido en un infierno de olvido y desesperación. Por eso, continuo aquí, leyendo. Sin dormir, buscando en esta inmensa ciudad, buscando respuestas de mi exilio, así como el exilio de Anthony, así como la desatención de la cerveza, así como el libro de Kureishi. Intento recordar, no sé si fue en Queens, creo que sí. Ahí, dispuse intentar recordar en medio de Queens Plaza y Northern Boulevard, por la 36.
Me extravié en mi propio delirio, de no saber los por qué de tantas cosas que suceden a mi alrededor. Seguí extraviado y encontré un pequeño y rústico lugar. Pedí una cerveza, miraba pasar a tantas personas enfundadas en gabardinas y trajes elegantes, dispuestos al sometimiento empresarial, era un día grisáceo.
Mi lánguido rostro seguía extraviado entre tanto desatino. Pedí otra cerveza. Y de fondo musical escucho: Miles Davis Funeral, del álbum Cure for pain, del grupo Morphine. Espléndido réquiem para mi malestar bucólico, y de repente, si, de repente veo ese rostro: ahí estaba con sus botas, su pana, su abrigo y su bufanda, era ella, era el síntoma de la reminiscencia francesa, pude recordar su nombre: era Sylvie, me vio sin reconocerme y al fondo seguía la música, yo en medio de mi propio espectro mental sólo pensaba: jazz is Miles…
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